Seis y trece en la parada del
autobús. Lleva tres minutos de retraso. Diez grados y un viento frío y seco de
estridente despertador.
El chico joven del polígono, el
treintañero desaliñado y un viajero nuevo: alto, delgado, cincuentón, con una
barba de dos días, que pregunta al conductor que si entre semana pasa siempre a
la misma hora.
Dos semáforos más tarde, ya hemos
dejado el pueblo. Algunos dormitan contra los cristales, hacia la negra noche;
unos leen la prensa seria; los más, hojean la deportiva.
Yo estoy hoy más despierta que
nunca, y es que los reproches ayudan a madrugar y a no conciliar el sueño.
Entramos en el pueblo vecino.
Otro semáforo.
Así que nos tocará empezar a
buscar piso, a ir de nuevo, como los caracoles, con la casa a cuestas.
Suben dos más: hombre y mujer, y
se apean, a cambio, otra mujer y el hombre del abrigo amarillo y la visera.
Todavía no me he peinado.
No voy a mendigar porque tú
pagues un alquiler barato.
Estuve deprimido por tu culpa.
No deberías haberte marchado
nunca de casa de tu madre.
Nos pusiste las cosas muy
difíciles.
Lunes. El tedio de la semana
empieza en la plaza asfaltada, en la marquesina a oscuras de la carretera.
Las luces de la cementera,
impertérrita, incrustada en la montaña, observan el lento despertar en el
llano.
Se apea el joven del polígono,
siempre en chándal y con mochila. Cuando hay puente no coge el autobús.
¿Qué es un precio simbólico?
Una patada en el culo (o una coz,
que es lo que dan los burros) es gratis, pero luego nadie te da las gracias.
Nueva parada: ahora le toca al
treintañero desaliñado. Un hombre de pelo cano y camisa rojiza le hace el
relevo.
No sé para qué estudias.
¿No ibas a comerte el mundo?,
pues mira dónde has acabado.
Esos comentarios nunca son en
tono despectivo, nunca escupes por llevar una vida que a ti no te parece digna.
A estas horas vamos solos por la
carretera.
Antes de abandonar el polígono,
sube una mujer escandalosa, andaluza, a punto de jubilarse ya, con el pelo
teñido, y siempre los pendientes plateados. De aquí a diez minutos, desde el
último asiento del autobús, le oiré decir algo al conductor. Mientras pienso
esto, le oigo preguntar algo a la pasajera que va detrás.
Hoy no ha venido la señora María,
mañana contará que perdió el autobús, que se quedó dormida y la tuvo que llevar
al trabajo su marido.
Otro pueblo: el de los mil
badenes y las luces apagadas de Navidad.
Nueva parada: baja uno y suben cinco. La amiga de la señora María
tampoco ha venido hoy, y parece como que el autobús, aliviado, respira. Sí se
ha subido la joven peluquera, con bufanda rosa, mujer atlética que madruga para
entrar al gimnasio a las siete de la mañana, antes de enfrascarse en tintes y
permanentes.
Nueva parada: bajan dos y suben
siete. Parece que hemos dejado atrás el último badén y el autobús puede empezar
a coger velocidad.
Una furgoneta en doble fila.
Suben dos más.
A mi lado, lee el periódico
deportivo un hombre que huele mal. Sorbe con la nariz. Cincuentón, de sport,
con una mochila y zapatos de color beige.
Otra parada, suben dos mujeres y
dejamos atrás este pueblo.
Ahora llegan las rotondas y el
paseo con el tranvía. La carretera está iluminada.
Nueva parada, se incorpora al
trayecto un hombre de jersey negro.
A nuestra izquierda,
concesionarios de coches y, a ambos lados, gasolineras.
Nueva parada: bajan dos hombres y
sube una mujer de pelo corto y abrigo claro. Sonríe y saluda con la cabeza a
algunos de los que ve cada día, a la misma hora, en el mismo sitio, aunque no
sepa dónde viven ni cómo se llaman.
Última rotonda, o glorieta. Hemos
dejado atrás el último pueblo antes de la gran ciudad.
Nueve grados en el termómetro del
Hesperia. Son las seis y cuarenta y dos.
Autovía. No se puede ir a más de
80, y ya parece que a estas horas se vaya a congestionar de un momento a otro
la entrada a la ciudad. Paneles publicitarios de bebidas alcohólicas, el viento
que azota fuerte y bandea el verde autobús. Me quedan todavía veintiocho viajes
en la tarjeta, creo, quizás sean veintisiete. Hoy es día de cobro. Lo haré
mañana, o pasado.
Ya estamos en la ciudad. Club de
tenis y zona universitaria.
Muchas luces y muchos paneles
publicitarios, iluminados todos. Me bajo en la penúltima, pero todavía tendré que
peinarme. Aprovecho ahora para hacerlo. Mientras, se han bajado dos. En la
ciudad, ya no se sube nadie.
Repeinarme y taparme las ojeras.
Se han bajado una docena por lo menos.
Se apean ahora la peluquera
deportista y el hombre del olor fuerte. Parada en el centro comercial. Hay
motos caídas en la acera por el fuerte viento.
Ya la próxima es la mía, luego
caminar cinco minutos hasta el bar y el primer café, rematando el crucigrama y
esperando a ver si llega el compañero de ojos calmos y empezar serena el día.
Brillo de labios y polvo en las
mejillas. Hoy ya empieza la campaña de Navidad. Promete ser una mañana dura. La
mujer del pelo teñido solicita la parada y mira, ansiosa, el reloj. Hoy vamos
con algo de retraso; regreso de puente, parece que los conductores lo han
alargado hasta ahora, lunes por la mañana.
Mi parada. Son las seis y
cuarenta y ocho. Se queda el chófer solo con dos pasajeros. Arranca ya la
rutina semanal, de siete y media a tres y cabezadas en el autobús.
¿A qué aspiras tú en la vida?
A tener tiempo libre para leer y
para escribir. Y eso, te moleste o no, es lo que hago.