Estás acabando de fregar los
platos y tu marido te dice, cuando le pides que te alcance la sartén, que esta
tarde veréis a Jacinto y a Aurora.
***
Mientras repasas la cartelera, un
codazo y la voz de tu cónyuge:
-
Mira, ahí está.
Levantas los ojos. ¿Ahí está,
quién? Porque no distingues los rasgos, porque tiene el pelo al uno, porque
puede parecerse tanto a Jacinto como a Aurora y, sin embargo, para ti no es
ninguno de ellos. Se va acercando y miras a tu marido buscando confirmación. Él
parece estar como siempre. El recién llegado se sienta con vosotros y, sin
levantar la mirada de la tinta negra, planteas:
-
¿Dónde está tu otra mitad?
-
En casa, limpiando.
Eso no ayuda nada. Está en la
silla de al lado, a menos de un metro, y eres incapaz siquiera de afirmar si es
hombre o mujer. A ratos dirías que se parece a Jacinto, y en otros momentos
asegurarías que se trata de Aurora.
-
La otra noche se despertó llorando, sin saber
por qué.
Crees que habla de ti, de hace
dos madrugadas, en que lloraste sin consuelo, a pulmón partido, mientras tu
marido, indiferente, ajeno a todo, roncaba. Como ahora, ¿dónde está su
angustia?, ¿dónde esa complicidad cuando quieres confesarle a gritos que no
sabes quién os acompaña en la mesa? Tu parte del colchón agitada, tormenta que
no acababa de llegar a la otra orilla.
-
Decía que no sabía quién era, quiénes éramos
–explica Jacinto o Aurora.
Observas tus manos, tampoco ahí
sabrías distinguir. ¿Tuyas o de otro? Con el dedo índice palpas en la barbilla
una cicatriz que siempre te ha acompañado. Asientes, quieres añadir que
comprendes sus inseguridades, que también a ti te está pasando.
-
Pobre –es lo que murmuras mientras el camarero
os sirve los cafés.
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