blog de Rebeca Martín Gil

sábado, 30 de noviembre de 2013

Las mocedades del Cid - Guillén de Castro




El valenciano Guillén de Castro se basó en los romances para exaltar la figura del héroe castellano en su juventud. Las mocedades del Cid (1618) sirvieron de inspiración a Corneille (1631), aunque en España cayeron pronto en el olvido hasta que las rescataron de él Unamuno y Menéndez Pidal a finales del s. XIX. El texto se ocupa del tiempo anterior al Poema de Mío Cid, que se publicó completo en 1779, por el medievalista Tomás Antonio Sánchez.
La obra empieza cuando el Rey está armando al Cid caballero. El joven príncipe don Sancho pregunta cuándo podrá él: “Padre, y ¿cuándo podré yo / ponerme una espada al lado?”. Vemos en él impaciencia y envidia, defectos que dejan intuir pronto sus debilidades.
El rey propone a Diego Láinez, padre del Cid, como ayo de su hijo Sancho. El Conde Lozano, padre de Jimena, le considera viejo. Discuten y el conde Lozano le da una bofetada. Ahí arranca la tragedia: el Cid se debate entre su amor a Jimena y la venganza. También Jimena se debate entre dos sentimientos contrarios. Pide ante el rey tres veces venganza, una en cada acto, incrementando su intensidad, mezclando sueño y realidad en la tercera.
Guillén de Castro incluye en esta pieza a dos hermanos menores del Cid. También aparece la espada de Mudarra, el hermano de los infantes de Lara que vengó el honor familiar. Vemos un doble triángulo amoroso: por una parte, la relación ambigua entre Rodrigo y la hija del rey, Urraca, consciente de que el Cid realmente ama a Jimena (“¡Oh, amor, en celos me abraso!”); por otra, la promesa de matrimonio entre Jimena y el embajador del rey Ramiro de Aragón, don Martín. 
Jimena se enfrenta a dos pruebas, la primera preparada por el rey (le dicen que el Cid ha muerto) y la segunda por el propio Rodrigo, donde le hace llegar un mensaje de que don Martín le está trayendo su cabeza. Jimena confiesa sus sentimientos: “procuré al muerte suya / tan a costa de mis penas”.
Diego Láinez tiene doble función en esta obra: padre de Rodrigo y preceptor del príncipe Sancho, que aparece orgulloso, desobedeciendo a su padre y rechazando la distribución testamentaria del reino para no perder privilegios (“¿Testamento hacen los reyes?”). Sobre la relación maestro-discípulo del que quería ser preceptor del príncipe, es importante el orgullo en ambos: Unamuno citó en En torno al casticismo las siguientes palabras del Conde Lozano: “Procure siempre acertalla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defendella, y no enmendalla”. Este orgullo castellano aparece poco antes en el padre de Jimena: “y ha de perderse Castilla / antes que yo” y en su pretendido discípulo, don Sancho: “¡Ha de perderse Castilla / primero que preso vaya!”

Por último, Guillén de Castro inserta la religión cuando Rodrigo besa la mano a un leproso, que resulta ser San Lázaro, quien profetiza: “Los humanos te han de ver / después de muerto vencer”. También en La devoción de la Cruz, de Calderón de la Barca (que Camus definió como “extraña obra maestra”), vemos una prolongación de la vida del protagonista, en este caso para pedir confesión. 

jueves, 28 de noviembre de 2013

Relato - Mariana

Cuando Mariana llegó a nuestro país, había dejado la mitad de su ser a kilómetros de distancia, arrojándolo con rabia, como su anillo de compromiso, contra el suelo en la cola de embarque. En el avión, por suerte no le tocó pasillo ni estar entre dos desconocidos, sino que ocupó el lugar de ventanilla. Todo el vuelo estuvo llorando en silencio, dando la espalda a su vecino de asiento para que no se percatara de su dolor, observando la realidad alejándose a sus pies. Cada lágrima era un paso más en su peculiar rito de purificación. Atrás se quedaban Andrés y sus promesas de ser el príncipe azul, de tener mil y un hijos y de envejecer juntos, arruga a arruga. Un mundo construido con palabras, a través de la esperanza. De repente, sin que ella lo esperara, sin que fuera consciente de los débiles cimientos, el derrumbe. De su relación y de Mariana. Atrás quedaría Andrés, caminando solo por las calles que habían recorrido juntos, de la mano, baldosa a baldosa, semáforo a semáforo, esquina a esquina. Atrás quedaría parte de lo que también Mariana había soñado, creyendo que podía ser tan real como el mundo que observaba, desde el cristal, esfumándose bajo sus pies. 

Cuando Mariana aterrizó en Barajas, era consciente de que no llegaba sola. El desgarro y el hueco la acompañaban. Maleta en mano, cogió el suburbano y recorrió bajo tierra, un agujero queda para mí, sin rumbo, una ciudad desconocida. Le hubiera gustado poder pasearla con Andrés, pero cuando los sueños podían ser ciertos sabía que era imposible. Ahora que estaba sola, llegaba a una ciudad que quizá no le fuera tan extraña. De pie, agarrada a la barra, observaba el color de las líneas, el nombre de las estaciones a su paso. Sin saber qué buscaba, persiguiendo una señal que no llegaba. Ya no había lágrimas, se habían quedado todas en el cielo, sobrevolando la línea que une Londres y Madrid. Dos horas y veintitrés minutos más tarde, decidió bajarse en la línea azul: “Cuatro Caminos”. Su pesimismo la condujo a un lugar que evocaba su particular encrucijada. Lo poco racional que en ella había después del dolor y del cansancio la indujeron a cerciorarse de que ése era el lugar idóneo porque, como ella, estaba en tierra de nadie, allá donde se cruzan los caminos. Eso era lo que Mariana pretendía: gente que va, que vuelve, pero nadie que permanezca para asediarla. Subió a la calle y miró a su alrededor. Así que eso era Madrid. Eso era Madrid y no hacía daño. Mariana, que sí hacía daño, estaba en una ciudad inofensiva. Andrés se había equivocado, la había confundido a ella con su ciudad. 

Esas calles habían visto nacer a Andrés. Madrid, el lugar al que él ya no regresaría, pero lo hacía ella en su condición de fugitiva. Divisó un conocido establecimiento de comida rápida que le hizo sentir menos extranjera. Decidió caminar por Bravo Murillo hacia arriba, sin rumbo. Cansada, entró en un bar y pidió un café solo, sin azúcar. Al otro lado de la barra, le atendió una mujer robusta de mediana edad. Le preguntó si era nueva en el barrio. Asintió con la cabeza. 

- ¿Hay alguna pensión cerca? 

La mujer no sabía, le recomendó acercarse al centro. Eso estaba lleno de camas por una noche. Aunque, si  buscaba techo para medio o largo plazo, “quizás eso le interese”. Le acercó un anuncio colgado en el corcho de detrás de la barra. 

- Se alquila habitación en piso compartido. 

Leyó Mariana en voz alta. 

El papel hacía referencia a la dirección y la extranjera preguntó a la mujer robusta si eso estaba cerca. Ella le dio instrucciones para llegar y Mariana le pagó el café y la ayuda. 

No estaba lejos, así que allí se encaminó con su maleta. Llamó al timbre. Le recibieron dos jóvenes, chico y chica, posibles Andreses y Marianas. Se extrañaron de que no hubiera telefoneado antes, pero le mostraron la habitación. A ella le extrañó que no le preguntaran por su llamativo dedo sin anillo, pero el piso no estaba mal y tampoco sabía adónde ir. 

Les indicó con un gesto la maleta: podía quedarse esa misma noche. Los compañeros se ausentaron un par de minutos para después comunicarle que de acuerdo, que bienvenida. Mariana les hizo saber que estaba exhausta, que le apetecía ducharse y acostarse, que ya harían las presentaciones mañana. 

Cuando despertó, todavía era de noche. Deshizo la maleta y colocó las cosas en su sitio. Fue al baño con el neceser para examinarse ante el espejo: 

- Espejito espejito, ¿quién es la más bella del reino? 

Y dejaba escapar una carcajada. No, ella no era mala. Solo era una mujer derrotada. Quiso llorar, pero ni su cuerpo ni el que la imitaba pudieron fabricar una lágrima. Murmuró, entre cantando y desafinando, las niñas ya no quieren ser princesas. No, princesa, no, ¿pero qué, entonces?. 

Cogió el cepillo de dientes, había comprado un paquete de cinco en las tiendas del aeropuerto antes de despegar. Eso podía ser otra señal, cinco cepillos, cinco dedos, uno sin anillo. Abrió la boca para escudriñarla en el espejo. Aparentemente limpia, pero solo en apariencia. Como ella: aparentemente entera, pero solo en apariencia. Eso pensaba mientras cepillaba con fuerza sus dientes. ¿No le habían dicho alguna vez que tenía una sonrisa bonita? Andrés se lo había repetido en un sinfín de ocasiones, intercalando los piropos entre las promesas. Por eso ella debía esmerarse en conservarla. ¿Cómo lo decía él? ¿Campo de margaritas? Mariana frotaba sus flores rotas. Debía mantenerse firme, cuidar su boca, su higiene, y nunca más dejarse engatusar por empalagosas palabras. En Andrés había visto al perfecto padre para sus hijos, y si él la dejó quizá fuera porque ella no era suficiente, porque nunca lo sería, porque en algún lugar habría otra mujer más adecuada para él. A ella le esperaba la soltería, escupir en el baño agua rosada, mojar el cepillo y seguir limpiando. Tenía que esmerarse en su aseo, en construirse poco a poco como la mujer que Andrés buscaba. Pero eso era una meta imposible, por luminosa que fuera su sonrisa. 

- ¿Tiene algo sentido? 

Eso preguntaba a la mujer que tenía enfrente, pero ella tenía la boca ocupada y no le sabía responder. 

- ¿Eres mujer o eres murciélago? 

Insistía. Recordaba que lo que ya no quería ser era princesa. Le vinieron a la mente unas palabras de Andrés: llega un momento en que uno tiene que decidirse, actuar, dejar de ser espectador para tomar parte en los acontecimientos. De lo contrario, no te puedes mirar al espejo. ¿A quién observaba ella? ¿Quién era la desconocida que tenía enfrente? La vida a partir de la ruptura no sería más que un martirio por haberle defraudado. Y si lo había hecho, si le había fallado, si no había cumplido sus expectativas, se debía a que era poca cosa para él. Andrés merecía una mujer sin fisuras, perfecta, como la ciudad que ahora pisaba. Mariana no era más que un conjunto de piezas sueltas, por mucho que se empeñara en cepillarse los dientes. 

Hilera de margaritas... Ella, todavía ahí, fue a buscarle a la salida de la oficina, con flores en la mano, entregándose entera, una última oportunidad ante el fracaso. De pie, en la acera, al lado de una farola, esperando a que Andrés saliera, a que sintiera lástima, a que se apiadara y regresara a su lado. Pasaban los minutos y él no salía. Salieron de la puerta principal dos mujeres enteras, altas y delgadas, conversando alegremente. Mariana bajó los ojos, avergonzada, hacia los adoquines que estaba pisando. Oía sus risas jóvenes, las observó con discreción. Eran sin duda hermosas. Pensó que se reían de ella, de verla plantada en la calle, con la mirada húmeda. Andrés no llegó a salir, seguro que estaba contemplándola desde la ventana de su despacho, con el puño y los labios cerrados. Había sido inútil intentar recuperarle. Regresó caminando a casa, contando, uno a uno, los pasos que daba. En el tres mil cuarenta y dos se detuvo: estaba en la mitad del puente, sobre el río. Decidió deshojar las flores, arrancarlas una a una y lanzarlas al agua. Después de contemplar el resultado de su tristeza y de poner forma a los fragmentos del ramo que se movían lentamente sobre la húmeda superficie, reemprendió el camino hacia casa con el plástico de las flores entre las manos. 

Se iría de ahí, cambiaría de ciudad. En el paso mil quinientos tres decidió que el único lugar en el que Andrés no la encontraría, en que estaría a salvo de sentirse miserable, era donde él había nacido: en Madrid. Aquí no queda sitio para nadie, y ella era Nadie, era una mujer que se había ido descomponiendo lentamente. Subió a su casa, hizo la maleta y se dirigió al aeropuerto. Nadie mejor que ella para ser acogida por esas nuevas baldosas. 

Frente al espejo, con el cepillo en la boca, Mariana se preguntaba qué quedaría en la mujer que la escudriñaba de aquella que enamoró a Andrés. Probablemente, nada. Contempló el utensilio, ya gastado por el uso de una sola madrugada, y decidió reemplazarlo por otro nuevo y seguir escupiendo agua rosada en el baño blanco. Un dedo inutilizado, un cepillo desgastado. En cuanto abrieran las tiendas debería comprar más cepillos y más pasta de dientes, no podía descuidar su higiene. Intentó llorar de nuevo. Recordó las primeras citas, luego la despedida, por último el anillo rodando en el aeropuerto. En vano: las lágrimas se habían quedado en el cielo, derramadas sobre la realidad que se esfumaba bajo la ventanilla. Aquí en tierra debía recurrir a los cepillos de dientes, a limpiarse con tesón, a no desfallecer hasta estar impoluta y poderse reconocer en el espejo.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Microrrelato

Quan llegeixis aquest vers, jo ja hauré deixat de somiar-te.

(premio Qwerty, de BTV, de microrrelato, en 2008)

jueves, 14 de noviembre de 2013

El trazo oculto - Graciela Rodríguez Alonso



Porque la vida es un sorbo o, a veces, un mal trago. Los labios silueteados en la portada de la novela beben de una copa, degustan un cóctel en el que está sumergido, ajeno a lo que le rodea, un feto. Introduciendo la bioética en la narrativa española del siglo XXI, esta primera novela de Graciela Rodríguez Alonso plantea la decisión de una mujer, Eva, como la bíblica, como la pecadora del jardín del Edén que condenó con su mordisco a sus descendientes.
Esta nueva Eva, experta en amores fracasados, en búsquedas infructuosas del hombre perfecto, dedica su tiempo libre a comprar en un centro comercial cuyo nombre (La Felicidad) no induce a equívoco, y a leer revistas femeninas que le aconsejan cómo alcanzarla. Decide, imbuida por los artículos que pasan por sus manos, donar óvulos para sembrar el mundo de sus hijos, como la mujer de Adán, sin plantearse las consecuencias de su acto. Y, tras Eva, llegan las historias de Úrsula y Victoria, dos mujeres de la alta sociedad enfrentadas por un hombre, Emilio.
Nos encontramos, en los personajes femeninos, una escalera de degradación moral, correspondiendo con el nivel económico de ellas, desde Eva hasta Victoria, obsesionada por vencer el tiempo, por poseer la eterna juventud. Cordelia, el escalafón final, parece cerrar el círculo reconstruyendo su identidad desde dentro. Cordelia, el primer ser humano nacido a partir de un embrión adoptado, tras más de cinco años congelado, regenera la raza, olvidando la espiral de frivolidad en que vivían sus antecesoras.
Rodríguez Alonso regala al lector pasajes llenos de poesía, como el baile de pole-dance de Eva ante un despechado John, una danza con Leonard Cohen de fondo que supone un renacimiento, un antes y un después en su vida marcado por una maternidad que no surgirá de su vientre. El personaje de Emilio, con su pasión por el tren eléctrico, (en el que el lector viaja, desde el pueblo medieval hasta la estación de Praga), por la paternidad, por ser feliz, supone un soplo de esperanza, o al menos de aire fresco, ante los personajes de Úrsula, obsesionada por el poder, y Victoria, obsesionada a su vez por derrotarla, por vengarse, y sin embargo, vencida en última instancia por la fuerza de la naturaleza, del caballo. Su tan cuidado rostro destrozado, presente en todas las portadas, parece ser la última palabra de Úrsula, su premio final, su definitivo corte de mangas.


El trazo oculto, novela de estructura circular, que arranca y termina con el personaje de Eva como madre de la futura humanidad, deja abierto el debate acerca de qué define la maternidad, acerca de qué hilos construyen la identidad de cada ser humano, arrimando la literatura de hoy a la sociedad hacia la que, quizás sin ser conscientes de ello y fruto de los progresos de la ciencia y la tecnología, vamos encaminados. 

                                      (publicado originariamente en Deriva)

Fernando Arrabal




Nacido en Melilla en 1932 y exiliado en París desde 1955, las tres obras que recoge este libro son una muestra de su primer teatro. Más allá de su famoso y televisado "mineralismo", Arrabal es sin duda uno de los más brillantes dramaturgos de nuestra época. 
Pic-Nic, o Los soldados, es una brevísima y hermosa pieza que nos presenta a dos soldados, Zapo y Zepo, de ejércitos rivales, que solo se distinguen el uno del otro por la vocal que cambia en sus nombres y por los colores de su vestimenta. Tienen los mismos miedos y la misma soledad en el campo de batalla. A uno de ellos le han ido a visitar sus padres, con comida para merendar, para pasar una tarde familiar en la naturaleza, como si la guerra no les rodeara. Brillante alegato contra el absurdo de la guerra, comparable por su impacto a Sin novedad en el frente de Remarque.
El triciclo es más cruel. Aparecen en escena unos seres marginales, cuyo medio de vida es un triciclo en el que transportan a niños. Apal, siempre durmiendo, es un personaje apático; su compañero Climando, en cambio, se muestra preocupado por el pago del alquiler de su medio de trabajo. La compañera de este último, Mita, propone una alternativa para escapar del sistema: el suicidio. La solución la encuentran cuando aparece un personaje lleno de billetes. Es Apal quien propone su particular final feliz: matarle para quedarse con sus billetes.
El laberinto se concibió como un homenaje al padre del autor, militar leal a la República cuando la sublevación franquista, que pagó con su libertad primero, con su salud mental después y por último con su vida, su fidelidad al sistema vigente. Desapareció una noche fría de invierno, en pijama, en un sanatorio mental de Burgos donde estaba recluido. No se volvió a saber de él. No solo homenajea a su padre, sino a Kafka y a su novela América. Vemos dos personajes atados entre sí y a una taza de wáter. El primer personaje quiere y logra huir, encontrándose entre un laberinto infinito de mantas tendidas, siendo incapaz de encontrar la salida. El segundo, más débil, se suicida con la cadena que le une a la taza de wáter. Si en la primera obra vemos el sinsentido de la guerra, en esta asistimos al despropósito de los totalitarismos y sus peculiares sistemas de justicia.