La
mujer descalza regaba las plantas con una manguera mientras
canturreaba una canción popular. Loca, te llaman loca. Lo que tú
quieras, pero tú has nacido cansado, y mejor que no sepas lo que se
va diciendo por ahí de ti. Si no fuera por mí, las plantas se
morirían. Y se morirán, pero podridas, ¿no te das cuenta de que
las estás ahogando? Como te ahogas tú en la cama en el primer
minuto. El marido rabioso callaba y miraba alrededor, cerciorándose
de que el empleado no hubiera oído la humillación. Tenemos que
irnos, debemos cerrar, se nos hace tarde, me estoy muriendo de
hambre.¡Pues te haces un bocadillo! Seguía regando, y el agua
escupía la tierra al suelo, y la mujer descalza pisaba barro, y con
una mano sujetaba la manguera y con la otra se subía el pantalón
mientras resoplaba sobre la inactividad del marido. El cuarentón
barrigudo se desesperaba observando que de nuevo les habían
estafado, que la última obra había resultado ser una chapuza, que
el agua no iba
a la calle sino que se le metía en el parking, pero se consoló
intentando recordar en vano, porque no la había habido, una riada en
la zona durante los últimos diez años. No se les inundaría el
negocio. La mujer seguía absorta, su mundo era entonces ella y las
plantas, y el trabajador imperturbable esperaba paciente en el coche,
sin decir nada, con la puerta abierta, mirando el reloj porque
su hora de salir ya había pasado, que acabara el espectáculo. El
barrigudo tomó del codo a la mujer descalza con un “vámonos, el
chico tiene que comer”, y con gran esfuerzo físico retiraba las
plantas que impedían la salida del vehículo. El chorro de la
manguera apuntaba ahora a los pies llenos de barro de la mujer que se
calzaba a desgana, y cuyo canto había sido interrumpido de repente.
El coche salió del aparcamiento, pasando sobre un charco, y el
trabajador lamentó haberse levantado media hora antes para lavarlo.
(relato publicado en la revista Groenlandia)
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