El valenciano Guillén de Castro
se basó en los romances para exaltar la figura del héroe castellano en su
juventud. Las mocedades del Cid (1618)
sirvieron de inspiración a Corneille (1631), aunque en España cayeron pronto en
el olvido hasta que las rescataron de él Unamuno y Menéndez Pidal a finales del
s. XIX. El texto se ocupa del tiempo anterior al Poema de Mío Cid, que se publicó completo en 1779, por el
medievalista Tomás Antonio Sánchez.
La obra empieza cuando el Rey
está armando al Cid caballero. El joven príncipe don Sancho pregunta cuándo
podrá él: “Padre, y ¿cuándo podré yo / ponerme una espada al lado?”. Vemos en
él impaciencia y envidia, defectos que dejan intuir pronto sus debilidades.
El rey propone a Diego Láinez,
padre del Cid, como ayo de su hijo Sancho. El Conde Lozano, padre de Jimena, le
considera viejo. Discuten y el conde Lozano le da una bofetada. Ahí arranca la
tragedia: el Cid se debate entre su amor a Jimena y la venganza. También Jimena
se debate entre dos sentimientos contrarios. Pide ante el rey tres veces
venganza, una en cada acto, incrementando su intensidad, mezclando sueño y
realidad en la tercera.
Guillén de Castro incluye en esta
pieza a dos hermanos menores del Cid. También aparece la espada de Mudarra, el
hermano de los infantes de Lara que vengó el honor familiar. Vemos un doble
triángulo amoroso: por una parte, la relación ambigua entre Rodrigo y la hija
del rey, Urraca, consciente de que el Cid realmente ama a Jimena (“¡Oh, amor,
en celos me abraso!”); por otra, la promesa de matrimonio entre Jimena y el
embajador del rey Ramiro de Aragón, don Martín.
Jimena se enfrenta a dos pruebas,
la primera preparada por el rey (le dicen que el Cid ha muerto) y la segunda
por el propio Rodrigo, donde le hace llegar un mensaje de que don Martín le
está trayendo su cabeza. Jimena confiesa sus sentimientos: “procuré al muerte
suya / tan a costa de mis penas”.
Diego Láinez tiene doble función
en esta obra: padre de Rodrigo y preceptor del príncipe Sancho, que aparece
orgulloso, desobedeciendo a su padre y rechazando la distribución testamentaria
del reino para no perder privilegios (“¿Testamento hacen los reyes?”). Sobre la
relación maestro-discípulo del que quería ser preceptor del príncipe, es
importante el orgullo en ambos: Unamuno citó en En torno al casticismo las siguientes palabras del Conde Lozano:
“Procure siempre acertalla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal,
/ defendella, y no enmendalla”. Este orgullo castellano aparece poco antes en el
padre de Jimena: “y ha de perderse Castilla / antes que yo” y en su pretendido
discípulo, don Sancho: “¡Ha de perderse Castilla / primero que preso vaya!”
Por último, Guillén de Castro
inserta la religión cuando Rodrigo besa la mano a un leproso, que resulta ser
San Lázaro, quien profetiza: “Los humanos te han de ver / después de muerto
vencer”. También en La devoción de la
Cruz, de Calderón de la Barca (que Camus definió como “extraña obra
maestra”), vemos una prolongación de la vida del protagonista, en este caso
para pedir confesión.
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